Avanza el camino cuaresmal. Y Jesús, luego de enfrentar y vencer la tentación del Demonio que pretendía impedir su misión, continúa su proyecto y marcha hacia Jerusalén a cumplir con su objetivo. Pero el camino sigue siendo exigente y pareciera que la oscuridad fuera cada vez más tenebrosa, y que no se viera luz al final.
Jesús habla una y otra vez de que al Hijo del Hombre lo van a entregar en manos de los hombres, y se comienzan a escuchar rumores cada vez más frecuentes de que lo buscan para eliminarlo.
El cansancio y la fatiga ahogan su proyecto; la ausencia de triunfos inmediatos les hace perder la esperanza; las miradas sospechosas recaen sobre el grupo del Señor; todo juega en su contra, y se hace necesario un respiro espiritual, un aliento vital que les permita recargarse de energía y alentar su esperanza. En ese contexto sucede la trasfiguración. Hay necesitad de retomar lo esencial, hay urgencia de volver a enamorarse del Señor, para no desmoronarse en la pena y el desánimo. La transfiguración es como un respiro que Dios le concede a Jesús en su camino hacia Jerusalén, hacia su pasión y muerte.
Cuentan que un poderoso sultán viajaba por el desierto con su comitiva que transportaba su tesoro de oro y piedras preciosas. A mitad de camino, un camello, agotado por el fuego de la arena, se desplomó agonizante y no volvió a levantarse. El cofre que transportaba rodó por la falda de la duna, reventó y derramó todo su contenido de piedras preciosas entre la arena. El sultán no quería aflojar la marcha. Tampoco tenía otro cofre de repuesto, y los restantes camellos iban con más carga de la que podían soportar. Con un gesto entre molesto y generoso, invitó a sus pajes a recoger las piedras preciosas que pudieran y a quedarse con ellas.
Mientras los jóvenes se lanzaban con avaricia sobre el rico botín y escarbaban afanosamente en la arena, el sultán continuó su viaje por el desierto. Se dio cuenta de que alguien seguía caminando detrás de él. Se volvió y vio que era uno de sus pajes, que lo seguía sudoroso y jadeante.
- Y tú –le preguntó el sultán– ¿no te has parado a recoger nada?
- El joven le respondió con dignidad y orgullo: ¡Yo sigo a mi rey!
Solo un joven supo quedarse con lo esencial que era tener al rey, pues teniéndolo a él tendrá todos los tesoros. Hoy hay muchas personas atravesando momentos oscuros, situaciones que sobrepasan sus fuerzas, contratiempos que acaban con sus proyectos, dolores que carcomen sus capacidades, dudas e incertidumbres que opacan su esperanza. Todos necesitamos la experiencia de la transfiguración para quedarnos con lo esencial. ¿Cómo hacer para quedarnos con Jesús, nuestro rey?
Comencemos por cultivar una fidelidad rectilínea con Dios. El ejemplo es Abraham, quien se puso en sintonía directa con Dios y se alineó a su voluntad. Abraham creyó al Señor y se le contó como justicia. Abraham salió de Ur confiado en la promesa de Dios, hizo lo que él le pedía sin desviarse, sin reclamar derechos, sin poner exigencias (Cfr Gen 15, 5 – 18). Abraham entregó sus derechos a Dios, y en adelante él manejó su vida. Sintonizar con Dios en las horas de oscuridad nos permite encontrar luz. Eso nos transfigura.
Es necesario, además, desarrollar la capacidad de contemplar el rostro del Señor. En el Tabor, cambió el rostro humano de Jesús, resplandecieron sus vestidos, se manifestó el anuncio de la redención hecho en la ley antigua y los profetas, por Moisés y Elías que hablaban de la consumación que tendría lugar en Jerusalén. Ver su rostro para llegar a contemplar su gloria. Clavar la mirada en él, no perderlo de vista.
El Salmista dice: “Oigo en mi corazón: «Busquen mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches” (Sal 26, 8 – 9). En el rostro del Señor podemos contemplar la gloria de Dios, y también las luchas y aflicciones de nuestros hermanos más necesitados. Contemplar esos rostros, es transfigura y nos hacer hermanos de lucha.
San Pablo nos invita a ser amigos de la cruz de Cristo, porque “hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición” (Cfr Fil 3, 17 ss). Es la cruz de Cristo, a pesar de su aparente fracaso, lo único que nos garantiza una vida verdadera, una vida que va más allá de la muerte, y que nos hará ciudadanos del cielo. El Dios de la cruz es el único que puede transformar nuestra historia, nuestros anhelos, nuestros fracasos, nuestra debilidad en un grito de libertad y de vida más allá de esta historia, porque es el único Dios que se ha comprometido con la humanidad. No podemos huir de los sufrimientos y las luchas personales y de nuestro pueblo; solo asumiéndolas podemos transfigurarlas.
No menospreciemos la inseparable unión con Cristo. De los doce, solo Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de la transfiguración por su unión inseparable con Cristo, en un ambiente único y profundo de oración. Yo sigo a mi rey, yo sigo a Jesús. Solo el que así vive tiene la posibilidad de hacerse acreedor a las sorpresas divinas. El que está apegado a Jesús vive de su mensaje. “una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo” (Lc 9, 28 ss). Ojalá la unión con Cristo se tan profunda que se nos peguen sus mismos sentimientos,
Creo Señor que en medio de las luchas y dolores de cada día necesitamos refrescarnos con tu amor, pero aumenta nuestra fe para subir contigo al monte de la transfiguración y bajar a esparcir el perfume del amor especialmente a los que están cansados de vivir y de luchar.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.