La queja es una forma esencial de atención para expresar el malestar propio y captar el ajeno, una parte del repertorio comunicativo de los seres humanos. Sin embargo, ¿qué sucede cuando esta expresión se convierte en un ciclo infinito, sin soluciones reales? ¿Es únicamente un llamado de atención, o revela la incapacidad más profunda de encontrar alternativas?
Como humanos, pretendemos evitar la responsabilidad frente a nuestros problemas internos. A menudo buscamos factores externos o creencias para justificar nuestros errores o carencias. Las supersticiones, por ejemplo, son un refugio común: dejar una cartera en el suelo no sería una mala decisión financiera, sino un acto que atraerá “mala suerte”.
De igual manera, quienes creen fervientemente en los horóscopos justifican comportamientos o relaciones fallidas por su signo zodiacal, ignorando que los astros que “rigen” su vida desaparecieron hace millones de años. Estas creencias facilitan la comodidad de no enfrentar nuestras propias fallas, haciendo que la queja se torne en un refugio.
Más allá de ser una simple expresión, la queja puede volverse un hábito neurológico dañino. Está estrechamente vinculado a los centros de placer y adicción, lo que facilita que se convierta en parte de procesos cognitivos pobres, donde no se busca alguna solución. En casos extremos, esto se manifiesta incluso en ausencia de motivos reales, como sucede en personas con demencias o lesiones cerebrales, quienes se quejan sin que existe dolor o incomodidad.
Acostumbrar el cerebro a solo ver lo negativo equivale a renunciar voluntariamente a la diversidad del mundo, habitando un paisaje gris donde todo parece incontrolable y hostil. Este pensamiento no es raro en condiciones como la esquizofrenia.
Hoy en día, la sociedad parece premiar estos comportamientos. En un contexto donde el individuo moderno se presenta como impoluto y exento de errores, las críticas o rechazos siempre se ven como ataques injustificados. Esta narrativa refuerza la idea de que todo mal está fuera del individuo, quien queda reducido a una víctima perpetua, incapaz de reconocer sus fallas o buscar mejoras.
Quejarse no está mal cuando se utiliza para señalar problemas o, como se dice en gestión de procesos, “oportunidades de mejora”. Sin embargo, lo dañino es cuando la queja se convierte en la única forma de interacción. Esto nubla la capacidad de reconocer actos de buena voluntad, oportunidades de crecimiento y momentos de iluminación que pueden ocurrir simultáneamente.
La clave, parece estar en equilibrar la crítica con la responsabilidad y la búsqueda activa de soluciones, proponiendo un proceso posterior a la queja, un momento de reflexión que al menos visualice un lugar donde el motivo del dolor ya no exista. Quejarse si, responsabilizarse del cambio, también.