Explorar el trauma heredado es sumergirse en los misterios de la epigenética, un campo que desestabiliza la creencia de que las experiencias mueren con quienes las vivieron. Estudios recientes proponen que eventos traumáticos pueden inscribir huellas en el ADN, alterando la activación o silenciamiento de ciertos genes sin cambiar su secuencia, a través del proceso de metilación.
Rachel Yehuda, psiquiatra y especialista en neurociencia del trauma en el Monte Sinaí, documenta cómo estos cambios epigenéticos en hijos de sobrevivientes del Holocausto evidencian que las experiencias no mueren: en lugar de ello, dejan marcas biológicas que predisponen a problemas de salud mental en generaciones posteriores.
¿Cómo interpretamos, entonces, las emociones que sentimos o los impulsos que nos asaltan? ¿Cuánto de lo que vivimos y pensamos realmente nos pertenece, y cuánto es legado inscrito en nuestro ADN? Experimentos en animales muestran que los traumas pueden transmitirse epigenéticamente: al exponer a ratones a un olor asociado con un estímulo adverso, generaciones posteriores manifestaron el mismo miedo sin haberlo experimentado directamente.
¿Somos, entonces, más que una suma de historias heredadas? Si la epigenética, como señala Moshe Szyf, actúa como un ‘software’ que adapta la expresión genética a los estímulos ambientales, entonces nuestras respuestas emocionales y decisiones podrían depender tanto de nuestras propias experiencias como de las huellas de generaciones anteriores. En este contexto, surge la pregunta: ¿Existen estrategias para liberarnos de esta condena genética? ¿Podríamos encontrar vías para revertir o mitigar los efectos de estos traumas heredados, evitando que las marcas del pasado se graben en nuestro ADN de manera irreversible?
Las implicaciones políticas, culturales y sociales de este nuevo conocimiento son vastas. Si el sufrimiento es una herencia biológica, ¿deberían los sistemas de salud mental y las políticas públicas considerar estas marcas epigenéticas como parte de la atención integral? ¿Qué compromisos culturales y sociales están implicados en una visión de la salud que contempla no solo el bienestar individual, sino también el de las generaciones futuras?
Esta ciencia nos invita a cuestionarnos si podríamos, como sociedad, desarrollar mecanismos de intervención temprana o incluso reprogramación epigenética, para que los traumas no marquen el ADN de nuestros descendientes.
¿Cómo abordamos nuestras experiencias personales, sabiendo que nuestras vivencias y sus heridas podrían dejar una huella tangible en quienes nos suceden? La epigenética nos plantea un desafío a todos los niveles: ¿podemos aspirar a transformar nuestro legado, y a qué compromisos colectivos estamos dispuestos para que el dolor que recibimos no sea un destino inevitable para aquellos que aún no han nacido?
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.