El próximo año nos espera la hermosa celebración espiritual del Jubileo Peregrinos de la esperanza. Cada 25 años, la Iglesia ofrece esta oportunidad como ocasión para restablecer la correcta relación con Dios, con las personas y con la creación, y conlleva el perdón de las deudas y la restitución de la justicia social. Tomemos con profundidad espiritual este jubileo.
El Papa Francisco ha querido que este año sea de preparación tomando como herramienta la oración. En este sentido, la Palabra de Dios de este domingo, nos ayuda a entender la vida como un camino de oración hacia la salvación.
La oración es la herramienta para avanzar en el camino; la oración nos asegura la compañía de Dios que a veces va callado, otras veces concede lo que le pedimos, y otras niega nuestros pedidos. Para un buen cristiano lo importante es sentirse acompañado; nos viene bien la experiencia de aquel orante que decía: ¡Mi oración llegó hasta Dios y esto me basta!
Érase un piadoso creyente que rezaba todos los días ante Dios, y todos los días le suplicaba una gracia que deseaba le concediese. Se colocaba siempre, para su oración, en el mismo rincón de la capilla y tantos años pasaron y tantas veces repitió su oración que, según cuentan, las señales de sus rodillas y de sus pies quedaron marcadas sobre el mármol del suelo sagrado. Pero Dios parecía no oír su oración, parecía no enterarse siquiera de que alguien le invocaba.
Un día, por fin, se le apareció al devoto creyente, un ángel de Dios y le dijo: "Dios ha decidido no concederte lo que le pides". Al oír el mensaje del ángel, el buen hombre comenzó a dar voces de alegría, a saltar de gozo y a contar lo que le había sucedido a todos los que se reunían al verlo. La gente le preguntó, sorprendida: "¿Y de qué te alegras, si Dios no te ha concedido lo que le pedías?" A lo que él contestó, rebosándole el gozo sincero en cada palabra: "¡Es verdad que me lo ha negado, pero, al menos, ahora sé que mi oración llegó hasta Dios! ¿Qué más puedo desear? ¿Qué me importa el haber recibido o no lo que le pido a Dios? Lo que cuenta es que Dios me oyó, que la oración me puso en contacto con él".
En el Evangelio aparece un mendigo ciego llamado Bartimeo, sentado al borde del camino y pidiendo limosna. Está en una situación en que ni avanza ni retrocede, está sentado, no ve y apenas pide limosna. Puede ser que estemos viviendo un estancamiento espiritual, que ni avanzamos ni retrocedemos; puede ser que no tengamos riqueza espiritual profunda y apenas vivamos de limosnas; puede ser que no estemos viendo con claridad a Jesús y apenas avancemos a tientas en el camino espiritual. Cualquiera que sea nuestra situación nos hace bien conocer el camino que hace Bartimeo. Es un camino con tres estaciones.
La primera estación es la tienda humilde del grito. Está ubicada al borde del camino, allí donde estamos bregando con la vida. Bartimeo siente que algo importante le falta en su vida, y que nadie en este mundo se lo puede dar, sino solo Dios; por eso cuando escucha pasar a Jesús grita. “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” (Mc 10, 47). La oración es con frecuencia un grito. Bartimeo grita porque se siente urgido del amor del Mesías. Otras veces el grito es de alegría como dice Jeremías: “griten de alegría por Jacob, regocíjense por la flor de los pueblos; proclamen y digan: el Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel” (Jer 31, 7).
El grito del ciego es inteligente; no grita como el lobo a la luna; grita como creatura al Creador, su grito es dirigido a Jesús a quien reconoce como Hijo de David. Bartimeo reconoce en Jesús el Nazareno al heredero de la promesa hecha por Dios a David. Podemos decir que el ciego ya está viendo a Jesús como Sumo y eterno Sacerdote: “todo sumo sacerdote, escogido de entre los hombres está para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Heb 5, 1). Ese grito orante tiene la capacidad de tocar el corazón de Cristo, que se detiene para atender a quien grita. El salmo nos invita a gritar siempre y resume bellamente esta invitación así: “al ir iban llorando, llevando la semilla, al volver vuelven cantando, trayendo las gavillas” (Sal 125, 6).
La segunda estación del camino es la tienda bellísima del encuentro. El lugar es también el borde del camino. “Jesús se detuvo y dijo: llámenlo. Llamaron al ciego diciéndole, ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó. Jesús le dijo: ¿qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: Rabbuní, que recobre la vista”. Jesús le dijo: anda, tu fe te ha salvado” (Mc 10, 46 ss).
La oración tiene su punto más alto, su cumbre, en el encuentro personal, directo, entre el Señor y Bartimeo. Se encuentran uno frente al otro: Dios con su deseo de curar y el hombre con su deseo de ser curado. Dice el Papa Benedicto, “Dos libertades, dos voluntades convergentes. El milagro sucede y se reconoce por la alegría de Dios y la alegría nuestra. Fruto del encuentro con Jesucristo es que podemos ver la vida con los ojos de Dios; vivir por vivir no es suficiente, vivir para servir, aunque haya que morir es la verdadera sabiduría.
La tercera estación del camino es la tienda de campaña del discipulado. Esto sucede cuando Bartimeo recobró la vista y lo seguía por el camino”. Todo comenzó con un grito que lo convierte en discípulo y lo llevará a subir con el Maestro a hacerse partícipe del gran misterio de salvación que se llevará a cabo en Jerusalén. Nuestra vida cristiana y nuestro camino de oración, para que sean válidos deben conducirnos al seguimiento de Cristo. Y el punto culminante del seguimiento, el momento de la madurez cristiana es vivir la valiosa experiencia del sacrificio por salvar a los demás, dar la vida para que otros tengan vida, morir para que otros puedan vivir.
Estos son mi madre y mis hermanos, los que se refugian en la tienda humilde del grito, y acogen al Señor en la tienda bellísima del encuentro y luego, con la tienda de campaña en mano siguen detrás del Señor a vivir el misterio de dar la vida para que otros la recobren.