En el vasto mar de pantallas que nos rodea, los seres humanos seguimos buscando lo que, al parecer, se nos escapa: autenticidad. Nos miramos en espejos virtuales que devuelven versiones pulidas de quienes queremos ser o de quienes creemos que otros esperan que seamos.
Pero en esta danza de luces y sombras, ¿qué tan auténtica puede ser la proyección de nuestras vidas cuando el reflejo es tan manipulable como el toque de un filtro?
Las redes sociales nos invitan a participar en una especie de carnaval digital, donde las máscaras se ven de perfección. El acto de mostrarse se convierte en una obra cuidadosamente ensayada. La comida se acomoda bajo la luz exacta, el rostro se posa en su ángulo más favorecedor y las palabras se piensan para encajar en la narrativa.
Pero, ¿acaso no hemos hecho esto siempre? Los retratos de antaño también eran interpretaciones idealizadas; el pintor suavizaba las arrugas y acentuaba los detalles que conferían nobleza. Lo que cambia hoy no es la intención de proyectar una imagen, sino la constante inmediata de hacerlo.
El deseo de ser vistos, admirados, comprendidos o incluso envidiados se ha amplificado en la era digital. Pero, en medio de esa necesidad de aceptación, el concepto de autenticidad se difumina. Nos convencemos de que el filtro con el que ocultamos las imperfecciones no es más que un leve ajuste, un retoque que no cambia la esencia, sino que la resalta. Nos convencemos de que la vida que mostramos —aunque editada, curada, perfeccionada— sigue siendo nuestra vida.
Sin embargo, la autenticidad no es lo que se proyecta, sino lo que queda cuando las luces del escenario se apagan. Y es ahí, en la penumbra de la desconexión, donde la pregunta verdaderamente inquietante nos acecha: ¿quién soy yo cuando no hay likes que contar, ni reacciones que medir?
Al final del día, quizás la autenticidad no radique en la construcción o destrucción de una imagen pública, sino en la capacidad de reconciliarnos con nuestras múltiples versiones.
Ser auténtico en la era de las redes sociales podría ser simplemente aceptar que somos, como las antiguas máscaras teatrales, una amalgama de interpretaciones. Tal vez la pregunta no sea si somos auténticos o no, sino cuántas capas de verdad nos permitimos quitar antes de cerrar la sesión.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.