El concepto de seguridad alimentaria data de 1974. Inicialmente fue entendido como “la necesidad de garantizar la disponibilidad de alimentos". Ya hacia 1996 tuvo aportaciones teóricas y de las luchas prácticas de diversos movimientos sociales y comunidades populares, principalmente en Europa. Hoy el tema es parte central del debate agrario internacional. Y nacional, recientemente.
En Colombia, la noción de “autonomía alimentaria”, como tal, no hizo parte hasta hace poco del lenguaje político, empresarial, y campesino. El conflicto armado interno del país y la inexistencia de una autonomía local, lo mantuvo desterrado por mucho tiempo en predios del olvido, realmente.
De hecho, en el pasado hubo intentos de solucionar los problemas de concentración de la tierra (reformas agrarias de 1936, 1961 y 1994), requisito fundamental para la consolidación de una soberanía alimentaria, pero sólo estuvieron orientadas a cambiar la vieja y desigual estructura agraria del país. Es decir, amainar la pobreza y la injusticia social en el campo, no para alcanzar la soberanía alimentaria como tal.
A pesar de todo este esfuerzo, el rezago del agro colombiano continuó. Y luego empeoró, con el aumento del poder territorial de la guerrilla y la irrupción del cruento paramilitarismo.
A estos factores de violencia hay que agregarle el hecho de que un número —no definido oficialmente— de campesinos que en el pasado recibieron tierras del Estado, terminaron deshaciéndose de su propiedad obligados por la falta de recursos económicos para su sostenimiento o debido a que sus descendientes, tras educarse en las ciudades, no quisieron volver al campo por preferir su nuevo rol social cuando sus padres envejecieron. Un factor invisible, quizá por su tamaño, para los citadinos, pero no menos importante, a mi parecer, en algunas regiones como la costa Caribe.
Las razones de esto último pueden estar en la falta de educación acorde con la esencia cultural del territorio. Puesto que en los pueblos y veredas del país, la promoción de procesos cognitivos, afectivos, y de comportamiento de las nuevas generaciones proclives a la labranza de la tierra, han brillado por su ausencia.
El Estado colombiano nunca procuró, a través de su sistema educativo, que los hijos de los campesinos que se quisieran quedar cultivando el campo recibieran educación pertinente, oportunidades de desarrollo de nuevas ideas agrícolas, y respaldo del sistema financiero.
Así que a la búsqueda actual de la consolidación de una soberanía alimentaria en el país, habría que crearle un ambiente más favorable para que las regiones con vocación agrícola se desarrollen como tal. Esto implica impartir enseñanza en temas de sostenibilidad económica, social, cultural, bajo un esquema que genere impactos reales en el progreso agropecuario.
También, diseñar políticas agrícolas que apoyen una agricultura campesina sostenible, intercambios comerciales dotados de un marco legal justo, y conciencia sobre la preservación del medio ambiente.
Valdría la pena entonces, en este despertar del concepto de la soberanía alimentaria en Colombia, incorporar estos componentes a la industrialización del campo, como la plantean el gobierno nacional y el empresariado, a fin de poder alcanzar los niveles de producción de alimentos que satisfagan las necesidades de la población local y regional.
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