La pormenorizada y abundantemente divulgada temporada de tormentas tropicales y ciclones del Caribe, se está cumpliendo a carta cabal; huracanes como Helene y Milton, por mencionar solo dos de los más recientes e intensos, han dejado un saldo considerable de pérdidas humanas y materiales.
En el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina a pesar de los ejercicios, simulacros y otras acciones adelantadas, persiste la percepción de que buena parte de sus habitantes no están mental ni diestramente preparados para enfrentar uno o más eventos de tal magnitud.
Experiencias recientes como los huracanes ETA, IOTA (2020) y Julia (2022) dejaron –sobre todo el segundo– crueles e imborrables experiencias, además de suficientes enseñanzas como para no repetir errores y carencias, fuera de un sinnúmero de lecciones muy difíciles de olvidar.
Sin embargo, el proceso de la reconstrucción de Providencia y Santa Catalina y buena parte del de San Andrés, también arrojaron un manto de dudas que minaron la confianza en las instituciones despertando sospechas en la sociedad que la actual administración está llamada a despejar.
El impacto devastador de estos fenómenos contemporáneos no solo se mide en infraestructura, sino también en la pérdida de vidas. Las lecciones aprendidas son numerosas y urgentes, y es imperativo que se conviertan en un impulso para mejorar la preparación y respuesta ante desastres.
Esta situación no es solo una advertencia, sino un llamado mesurado a la acción de todos los organismos de socorro y prevención de desastres. La falta de preparación adecuada puede atribuirse a diversas razones, desde la escasez de recursos hasta la falta de información clara y accesible...
Es crucial, entonces, que las autoridades aborden estas instancias de manera proactiva, garantizando que los recursos se utilicen de forma oportuna y eficiente. La resiliencia depende no solo de la preparación ante las tormentas, sino también de la confianza que se tenga en quienes lideran su ejecución.