Cuando Elías iba de camino al Horeb, sintió que sus fuerzas ya no le daban y se echó a morir debajo de una retama. “El ángel del Señor le trajo pan y agua y le dijo: “¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas” (1 Re 19, 7). Con humildad, pero con esperanza hagamos tres constataciones muy precisas.
Primera constatación: hay situaciones de la vida que son superiores a nuestras fuerzas. Volviendo al caso de Elías, subir al monte del Señor en las condiciones en que se encuentra Elías es imposible, lo logra gracias al alimento y a la voz de aliento que le dio el ángel del Señor. Hay tareas que para cumplirlas no son suficientes las fuerzas humanas, se requieren fuerzas adicionales, fuerzas espirituales.
La segunda constatación: Ante situaciones difíciles nos persigue la tentación de “sentarnos bajo una retama y desearnos la muerte”; lo cual puede ejemplificar nuestra experiencia personal y familiar al recorrer el camino de la vida. ¿Quién podría, contando sólo consigo mismo, cumplir todos los mandamientos?
La tercera constatación: Como a Elías, Dios no nos deja solos en el camino de la vida ni en el camino de la fe. Dios provee el alimento. Pero este alimento ya no va a ser, solamente, un poco de pan cocido en las brasas, sino que es un pan que repara nuestras fuerzas físicas para retomar el camino de cada día, y nuestras fuerzas espirituales para llegar a la vida eterna. Ese pan nos da fuerza. Esa fuerza hay que pedirla al Señor.
Cuentan de un padre de familia que queriendo dar una lección de la fuerza de Dios a su pequeño hijo, lo pone al frente de una enorme piedra que supera sus fuerzas, y le pide que la quite del camino y la ponga en un lugar que no incomode. El niño empeña toda su fuerza para intentar correr la piedra, pero no la hace retroceder ni un centímetro. El papá anima al hijo para que siga intentando, pero que emplee toda su fuerza. El niño se vale de una palanca y trata de moverla de esta manera, pero el resultado vuelve a ser el mismo. El Padre le advierte que aún no ha empleado todas las fuerzas; el niño, al borde de las lágrimas y con la impotencia reflejada en su rostro, se declara incapaz. El Padre, con la ternura de un sabio que suaviza y reconforta, dice al niño: “Hijo, no me has pedido que te ayude”.
Ante la constatación de que vamos a encontrar grandes obstáculos en el camino que superan nuestras fuerzas, tenemos que escuchar la invitación del Señor en este domingo: “Hijo, no me has pedido que te ayude”. El Señor tiene para ofrecernos tres fuerzas, la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo, que sumadas a nuestras pocas fuerzas nos ayudarán a mover los obstáculos en la travesía de nuestra vida.
La primera fuerza nos la ofrece el Padre Celestial y es la fuerza de atracción; tiene como objetivo apegarnos a Jesucristo. Los paisanos del Señor estaban muy lejos de reconocer a Jesús como el pan celestial; lo rechazan y lo manifiestan diciendo: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo? (Jn 6, 42 s). Podemos decir que los judíos no tienen hambre del Pan de Vida. Es ahí donde entra el Padre celestial a atraernos hacia su Hijo. En varias ocasiones el Padre Celestial dijo: “Este es mi hijo amado, mi predilecto. Escúchenlo”. Tener hambre de Jesús es indispensable. Cuando sintamos el deseo de alimentarnos con el pan de la verdad, llegará el Padre celestial a atraernos hacia el alimento que sacia nuestra hambre.
Dice san Juan: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 44). El Padre conoce al Hijo y sabe que el alimento de su Palabra y de su cuerpo y su sangre es valioso y necesario para la humanidad. El Padre nos atrae hacia su Hijo.
La segunda fuerza es la de reanimación y tiene como objetivo revitalizarnos para continuar el camino; esta fuerza procede del Pan de Vida, de Jesús Eucaristía. Vuelve san Juan a decir: “Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 48s).
La tercera fuerza es la de donación, y tiene como objetivo sacar lo mejor de nosotros para entregarlo a los demás como víctima de suave olor; esta fuerza procede del Espíritu Santo. Es el apóstol san Pablo que escribe así a los Efesios: “No pongan triste al Espíritu Santo de Dios con que él los ha marcado para el día de la liberación final. Destierren de ustedes la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sean buenos, comprensivos, perdónense unos a otros como Dios los perdonó en Cristo. Sean imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivan en el amor como Cristo los amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor” (Ef 4, 30s). El Pan de vida nos compromete a ser constructores de un mundo más justo y fraterno.
Estos son mi madre y mis hermanos, los que se ponen en camino hacia el monte de Dios, es decir, hacia la ciudad de la justicia, de la paz, de la armonía, de la fraternidad, a sabiendas de que el camino es superior a nuestras fuerzas, pero confiados en el alimento del pan de vida.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.