Un día se aburrió en el cielo y se pasó un rato por la tierra para ver como andaban por acá. Esta vez mucho más incógnito, porque la vez pasada pudo darse cuenta de cerquita de los amores y los odios de la humanidad, del perfume en sus pies y los latigazos en la espalda; de la mirra, del oro y del incienso, de la hiel y la corona de espinas.
Esta vez, porque ya lo sabía, se bajó sin aspavientos. Primero se cortó el pelo y se afeitó, cambió la túnica por una remera, se puso un pantalón corto y se dejó las sandalias, porque era verano.
Parecía un muchacho cualquiera, y como parecía un muchacho cualquiera, le ofrecieron el subsidio por desempleo y él, que no sabía que lo necesitaba, lo rechazó cortésmente. Como se veía simple y común, le ofreció un porro uno de los muchachos de la plaza, y en la noche un señorito que parecía señorita le insinuó que se quedara un tiempo con él, ambos le prometieron que vería el cielo, pero como del cielo venia, no quiso volver todavía: “No, gracias”, les dijo.
Un poco aturdido por la experiencia, decidió hablar con unas devotas que encontró a la salida de misa, las oyó cuando venían hacia él, y decían: “¿a quién se le ocurre? ¡Maricas casándose! los Maricas no van al cielo…“. Entonces pensó ¿quien habría dejado entrar entonces a Freddy Mercury, a Oscar Wilde y a los cientos de hombres que amaban hombres y mujeres que amaban mujeres, encargados de pintar el arcoíris?
¡Pero si fui yo! Si estas mujeres supieran…
Vio en televisión pastores, profetas y brujos que conocían la fecha y la hora del fin del mundo ¿y cómo lo sabían?, ¿qué número calcularon?, ¿cómo pudieron hacerlo? ¿Cómo antes que él? Supo también de los abusos de unos cuantos que se vistieron de túnica para acercar de mala manera a niños y niñas; supo de las guerras en su nombre, de los diezmos y las intolerancias. Vio como aparecía en tasas, platos, pedazos de pan, rastros de moho y en la suela de un zapato su rostro dibujado, el de mamá y el de tres amigos.
Siguió caminando hasta un hospital, escuchó a un médico hablando de su equipo de resucitación, y pensó lo útil que este hubiera sido con lo de Lázaro: “habría que llevarse un equipo de estos”, pensó. Escuchó a otro hablando de Eutanasia, de aborto, de distanasia, de clonación: “¡Que poco trabajo tendrá papa!”, se dijo así mismo.
En el mismo hospital había un psiquiatra que parecía preocupado: hablaba de un paciente que estaba evidentemente psicótico, pensaba que tenía un ‘complejo de Edipo’ muy extraño, pues en su historia se afiliaba más a la madre de un buen amigo que a la suya propia.
No parecía estar orientado y mantenía un delirio místico muy bien estructurado. Le pareció muy interesante todo lo que este hombre parecía entender tan bien que lo siguió discreto y se quedó atónito cuando reconoció al paciente… “y tu Juan, ¿Qué haces acá?”