Anita se había casado con Hugo justo cuando terminaba su adolescencia, luego de un cortejo corto y tosco, bajo la supervisión de su tía Rosa, que era algo menos que un recordatorio de que la soltería en la mujer de mediados del siglo XX dolía como la caída de un baúl lleno de encajes sobre el más chico de los dedos del pie.
Hugo era un animal de costumbres, muy animal, muchas costumbres. Solía levantarse cada mañana a la 5:47, se lavaba la cara, y hacia una mímica de ejercicio por 8 minutos.
Para cuando bajaba las escaleras decoradas con tres fotos de su madre, Anita debía tener listo el café y el periódico. Luego se levantaba de la mesa con cara de asco, refunfuñando cada mañana abría la puerta con la misma amenaza: “¡otro café como ese, y me voy de esta casa!”.
Volvía igual cada tarde a las siete, se sentaba a cenar, eructaba, le criticaba el piso que siempre vio sucio, pasaba los dedos por el mueble de la radio buscando polvo, la miraba con desprecio diciéndole lo fea que era y se iba a dormir …todos los días, menos los jueves, que era el día que iba a buscar la mercancía para el negocio, ese día llegaba a las 11:46 de la noche, oliendo rancio y con lápiz labial en el cuello, esa noche se dormía roncando sin hablar.
Ya llevaban juntos 20 años, 20 años sin hijos, con dos perros y un jardín, veinte años en un silencio voluntario que paso de ser incomodo a necesario. Durante los 20 años, Hugo le hizo el amor a su mujer cada mañana de navidad, sin falta, quisiera o no, porque tenía la curiosa idea de que su hijo naciera a fines de septiembre: como él y como su padre.
Otro contacto con Anita era, como lo veía él: inútil. El menú era siempre el mismo, los lunes sopa, los martes milanesa, los miércoles pollo, el viernes carne al horno, el sábado frijoles, el domingo: asado. El jueves no le importaba a Hugo que encontraba ella para comer.
Anita, vestía siempre de gris o negro, lo hacía para ocultar las manchas de su torpeza al limpiar. Ella misma no era fácil de ver: tenia los dientes puestos al azar en una boca de labios muy finos, razón por la cual había aprendido a reír a escondidas, guardando siempre su alegría entre las manos, tenía un cabello rojizo, ondulado y rebelde, parecía ser lo único rebelde en Anita.
La piel llena de pecas, ojos verdes aceituna con líneas amarillas que cruzaban su iris, parecían estar siempre sorprendidos. Pestañas largas y cejas que no mantenían una forma. Usaba siempre zapatos planos y jamás se había maquillado. Era una virgen en muchos sentidos.
Pero esa mañana en el mercado, Anita se atrevió a comprar esa revista con la imagen de la mujer bonita, irreal, con ojos de colores insólitos y vestidos de colores. Anita consumió esa revista como si fuera agua en el desierto, repaso y repaso los vestidos hasta memorizar los estampados, y a la siguiente semana se animó a comprar un rímel en la farmacia, con el que casi se saca un ojo varias veces.
Después de eso, con el folleto del curso de costura que encontró en la revista, y una insólita valentía, escribió para recibir el material para el aprendizaje a distancia.
Empezó a cocer los jueves, a mano, con rímel en los ojos, con un vestido de flores que se hizo con una cortina vieja, lo hacia los jueves para tener más tiempo para recoger el desorden que dejaba en la cocina, para poder lavarse la cara tantas veces que Hugo no percibiera el maquillaje.
Durante un par de años juntó cada peso del cambio del mercado, y en los jueves que era ya su día favorito, con la complicidad del tendero cambiaba monedas por billetes de mayor denominación.
Un día salió de casa con el vestido de flores, necesito todo el coraje que había abonado en treinta y ocho años. El sol que le daba en la cara, parecía reconciliarla con su existencia: Anita, dejo de ser Anita mientras caminaba esas tres cuadras y media hasta la plaza, de regreso empezó a andar como Ana, volvió temblando, sonriendo sola y llena de felicidad.
A la siguiente mañana, su historia se repetía. Hugo bajó, bebió el café, refunfuñó y amenazó con irse, pero esta vez Anita contestó. “Bueno, vete”. Hugo estaba pálido, recordaba vagamente la voz de Ana, y jamás pensó que ella tuviera algo para decir. Él nada le dijo, tomo su sombrero y se fue.
A la tarde llegó, pretendiendo que nada había pasado, encontró su cena tapada sobre la mesa, con una carta que decía: “Hugo, querido, me voy. Me fui. He decido que quiero que todos los días sean jueves, que ya no quiero que sea mañana de navidad, que no quiero hacer un café mas en mi vida, quiero comer pescado.
Hugo: te dejo, te he mentido durante los últimos años, la leche, por ejemplo no vale tanto como te hice creer, el pan sigue siendo el mismo: apreciado Hugo: conocí a alguien que me ama, que me ve hermosa, que me cree útil, que me quiere feliz…. Hugo querido, te dejo, me voy conmigo”