Cuando le pregunté a Hazel Robinson Abrahams como había pasado el huracán, la escritora de 85 años me dijo con el desparpajo que acostumbra: “Huracán el del 41, había goletas en la calle… Claro, era un huracán sin Whatsapp”.
Pareciera que, aunque la isla no se ha desplazado del punto geográfico descubierto por los años 1600, cuando el pirata mandó, la tecnología y una suerte de globalización homogeneizadora nos hubiese provocado un letargo indefendible. Hoy, este que dejó a Katrina y a Mathew como huracanes principiantes, se presentó como un examen final, una suerte de graduación en el asunto ese de ser insular, de vivir con conocimiento de cuál es nuestra realidad y como debemos estar preparados.
Y es que en las islas se vive en modo simulacro: se vive con el mismo salario básico del continente, cuando la canasta familiar es hasta cuarenta por ciento más costosa; se cree tener la libertad de enfermar, cuando el sistema de salud condena al exilio a los pacientes graves; se piensa que la sobrepoblación es sostenible; o que el turismo depredador es progreso.
Y así, hemos vivido simulacros de huracanes desde siempre, pensando que teníamos como responderle a la tragedia: consolando con la fe las innumerables formas de despojo que nos han acosado. Simulamos tanto, que hicimos discurso una realidad cimentada en el supuesto que nada malo nos iba a pasar jamás. Después de todo, en el paraíso, por definición, no existe la devastación.
Hoy el paisaje lunar que es Providencia, nos demanda toda una conciencia colectiva que supere la emoción dolorosa inicial, la solidaridad impulsiva a modo de donación y nos permita desde todos los aspectos contribuir, pero sobretodo renacer.
Si hay que darle una explicación mística y teocéntrica a la tragedia, vale la pena pensar que esta situación no hubiese sido sostenible si la isla en devastación fuera la que ostenta el abrumador record de más de 1300 habitantes por kilómetro cuadrado, que muy probablemente si la tragedia hubiese sido del otro lado del archipiélago, la ‘evacuación’, la atención de los heridos y las soluciones en todos los plazos no sería siquiera una posibilidad.
Estamos en un momento histórico para nuestro territorio, en el año donde la economía se replanteó los modelos impuestos por medio siglo, cuando la naturaleza reclamó su poder y la salud se volvió el mayor insumo del turismo; la coalición de la academia, la comunidad, las autoridades, y los gremios, tiene un valor fundamental.
Somos invencibles, pero no somos invulnerables. Nuestra fortaleza radica en la red que podemos construir, no desde la homogenización del pensamiento, no desde la condescendencia, ni de la ausencia de crítica; sino desde la participación de los saberes que cada uno ostenta: desde un hombre del mar hasta un barrendero, desde un electricista hasta un académico, un pastor, una maestra, un artista, un animalista o un agricultor… Hay en esta tragedia un espacio para que todos anuden su hilo a esta inmensa red y pesquemos un futuro real, no simulado.