En todos sus años como fantasma del hotel, jamás se había interesado tanto en una invitada. Desde que entró por la puerta roída, él, que solía pararse junto al mostrador cuando los huéspedes hacían su registro, y esculcaba sin reparo sus maletas y bolsos, vio en ella algo que le pareció especial.
Podría ser que sus ojos tenían una extraña mezcla de colores, que iban del verde oliva al amarillo cobre, podría ser que hablaba en susurros, que no parecía interesada en los folletos que detallaban las atracciones de la ciudad, o que su maleta estaba medio vacía.
Había pedido específicamente la habitación 301 y se había registrado por solo una noche. Como pocas veces se deslizó flotando por el pasillo, esperó que introdujera la llave y abriera la puerta para quedarse juntos en la habitación en silencio.
Durante horas, ella estuvo en la esquina de la cama mirando por la ventana sin pronunciar palabra, mientras que él la observaba tratando de descifrar los motivos de su viaje. No abrió la maleta, ni deshizo la cama. No pidió servicio a la habitación. No usó su teléfono. Pero una vez pasada la media noche, empezó a llorar.
Él, translúcido, etéreo y nebuloso como era, sintió que conocía a la muchacha, sintió como su dolor le resonaba, como su presencia en ese lugar le era conocida. Al amanecer, ella abrió su bolso, sacó una foto doblada en cuatro y desplegándola, la miró con nostalgia. Él se reconoció en la imagen.
Ya en la mañana, ella se levantó como vino, sin decir nada. Volvió a la recepción del hotel para anunciar su salida y caminando por el túnel de luz que, hacía la puerta, desapareció.
Solo entonces él se dio cuenta quien era: unos años antes en ese mismo hotel ellos se habían enamorado y por una noche fueron mutuamente el amor de sus vidas, en la cena se tomaron la foto que la acompañaba, hablaron de sus dolores más profundos y se consolaron como si se hubiesen esperado siempre.
Con un amor tan intenso como ese, que cabalgaba entre ser una historia verdadera y una fantasía, y a consecuencia de los besos de despedida, la vida que a él le quedaba quedó sin sentido, siendo condenado a merodear esas paredes por una pequeña eternidad.
Para ella la sanción fue más laxa: cada cierto tiempo debería perder un día del año, recordando un fantasma que ya no sabía si era real o no.