Uno de tantos días, con tiempo para incluir en el desayuno una discusión sobre el concepto de milagro, yo planteaba desde esa prevención macabra con la que viven los científicos con inmadurez intelectual, que si bien el milagro podía de alguna manera existir, era escaso y anormal. Que aquello por lo que la gente rezaba fulgurosa era generalmente el rompimiento de una ley física, de la pérdida del correcto camino de la causalidad, un evento que desafiaba la estadística y que se dejaba caer en los terrenos del caos, que era sin dudas enemigo acérrimo de el científico, de el agente 86; y por supuesto contrario al diseño de un Dios ordenador y confiable.
Mi madre trataba con inutilidad argumentar con teología lo que la física destruía con ecuaciones, para dar fin a una inútil querella y lavar los platos del desayuno en paz, contándome una anécdota: en una misa de sanación, (un evento que me parecía y me parece exquisito para el análisis psicodinámico, difícil para la investigación científica; pero que sin dudas debería ser estudiado con más ahínco por las empresas prestadoras de salud, por su efectividad y eficiencia, pues en dos horas se ven más pacientes que un médico general endeudado y con mayor satisfacción por cliente que en cualquier sala de emergencia estudiada al azar) el sacerdote que la precedía, alentaba a la horda de hombres y sobre todo de mujeres para que encendidos por una histeria colectiva y embriagante contaran aquello que se había hecho en ellos y que llamaban milagro...
Luego de muchos relatos que vivían en los límites entre la fantasía y las pseudociencias, una mujer de edad madura levantó su mano derecha mientras que con la izquierda sostenía aferrada una biblia bendita y en su opinión poderosa. El cura la señaló entre la multitud y se le hizo acercar un micrófono para que la comunidad le hiciera caso a su relato:
“Padre: -dijo la mujer- yo vivía muy mal, me casé muy joven y con un hombre que rapidito mostró su mala cara. Durante muchos años soporté golpes, humillaciones y malos tratos; lo hice por mis hijos, pero también lo hice porque otro padre me dijo que eso era el matrimonio, y que era sagrado y que era para toda la vida. Lo aguanté, porque no tenía a donde ir, trabajé para que este mal hombre me robara, cociné para que rompiera los platos, lo traté bien para que me engañara con muchas mujeres… Ese hombre era malo, les pegaba también a mis hijos, vivía borracho y dañaba todo lo que teníamos en la casa. Un día vine a una misa de sanación, oré, oré con fuerza… y luego vine a otra y a otra más; y seguí viniendo cada vez con más fe, entonces, al fin Dios me escuchó.
Un día llegué a mi casa y había una paz impresionante, nadie gritaba, mis hijos estaban tranquilos en la sala, las risas llenaban mi casa…. Era un milagro, todo había cambiado. Entonces me di cuenta: Mi marido se había ido con otra y ahora todos somos muy felices.”
“Edna,- me dijo mi mamá- los milagros están en todas partes, los veas o no”
(Por: Edna Rueda Abrahams)