No puedo recordar mi vida antes del mar. Como no puedo recordar cuando aprendí a nadar, seguro fue empujada desde un muelle de madera frente a la avenida Newball. Habrá sido un primo o una prima que pacientemente esperó a que tocara fondo y viera luego la superficie para alcanzarla, este no era un acto de crueldad, en mi casa donde el mar es la religión, ese era un bautizo.
Aprendimos todos de los bichos del mar y sus nombres coloquiales, a fuerza de ser picados, mordidos, de pescarlos, de pisarlos, de comerlos; practicamos las disciplinas apnéicas al nadar bajo los barcos como pruebas de resistencia autoimpuestas, y desarrollamos esa dura planta de pie que tiene los niños que caminan sobre corales. Nuestro patio era un jardín de barcos de diferentes tamaños, algunos puestos boca-abajo esperando turno para ser útiles, crecimos con un nombre que nos daba esperanza, la promesa más linda que me han hecho: “Mañanita”.
Yo no soy la más marinera de todos, y si seguimos el ejemplo de la religión que profesamos los Abrahams nacidos en el Caribe, apenas alcanzo a ser una fiel bautizada; otros en cambio hacen del mar su casa, su territorio, su destino, su hábitat. Ellos son obispos y tienen para sí leyendas de las que se sienten orgullosos. Son capitanes, han visto tiburones y los tiburones también han mostrado respeto, ellos son mucho más mar que muchos mares.
El 19 de noviembre del 2012, la mitad de nuestro mundo se acabó. El llanto que se lloraba impotente era el de un hijo arrancado de los brazos de su madre, no habíamos hecho el inventario de todo aquello que se nos iba, pero la sensación inmunda de duelo y desarraigo no partía el alma.
No es la primera vez que nos fraccionaban. Desde siempre las capitales de estos dos países insensatos se han venido rifando la felicidad de sus pueblos, de la gente que se miraba como familias entre lo que ellos habían querido llamar Nicaragua y Colombia, quebraron lo que en algún momento fue una única nación Misquita: la misma que acogió europeos, africanos y asiáticos, para hacer la sopa maravillosa con sabor a nuevo mundo que es el Caribe occidental.
De tratado en tratado, las dos urbes inmersas en los juegos de poder, se sortearon los destinos de los sin nombre, poniendo como en Berlín de la post guerra, un muro que dividía familias, esta vez hechas en el mar. “No importa, es un pedacito, ya lo olvidarán...”
¿Quién había en La Haya al que le importara el dolor de una niña de pies duros por andar en coral? Las noticias me mostraban el grito ahogado, doloroso y sublime de María Saleme, otra niña que a megáfono limpio reclamaba la atención de los entogados magistrados de una corte lejana. María era la primera de la que ellos sabían, habitaban esos bancos que imaginaban como tierras desérticas.
Más tarde llegaron los subsidios, caramelos gigantes, lastimeras limosnas para callar las voces. Muchas gracias. Era fácil para unos decir que no, pero siempre hay alguien con hambre, física o espiritual, siempre hay una falta que llena otro, una ‘teta mala’ como la que cita Melanie Klein, que ahoga el llanto del niño en surtimientos.
Cada año fue más lejano. Como cuando uno se acostumbra a la muerte, y empieza a recordar sin dolor, a vivir sin apegos. Dejamos de marchar, hace calor, nadie nos oye, nadie entiende, somos un punto tras la letra C de Caribe en el mapamundi, y ellos son tan grandes: son tan China y su canal interoceánico, son tan Estados Unidos y su explotación petrolera, son tan Rusia y sus bases en el Caribe, que se volvió una pelea inútil.
Después de los dulces llego el amargor. Nos dividimos. “Que, si voy yo a pelear en Holanda, mejor que vaya yo que también me sé la canción, vamos todos que somos amigos, que no vaya ninguno porque no queremos”. Nos separamos. Del hambre se pasó a la codicia, y la codicia se alimentó con montos más gruesos, con promesas más gordas, la abundancia en los recursos nos hizo más corruptos, nos sumió en los cráteres en los que se han convertido nuestras calles. Así pasamos de vivir en el Caribe a vivir en la luna.
Del raudal de recursos no se ve mucho. Y ahora estamos sin mar y sin plata, sin salud, sin educación, sin plan.
Se armó un equipo que principalmente grita: “miren que aquí hay gente, gente de mar que no es lo mismo”. Ellos han aceptado una contrademanda: nos dicen que entienden el pescador artesanal que no consideraron antes. Pero… ¿qué vamos a hacer con esos que inscribieron como artesanales y apenas saben que es un Nylon, los que cobraron los subsidios y no saben nadar?
Todo esto es, sin embargo, una oportunidad para derrumbar los muros, para crear alianzas, para evaluar las malas decisiones, para cantar nuevas canciones. Nuevos paradigmas, naciones antiguas renacidas del dolor.
Cinco años después me siento frente a mi mar, lo miro lejos, ese horizonte que aprendí a amar a través de los binoculares de mi abuelo, el mar que conecta con el mundo y no me excluye de él, del que tengo miedo que nos haya perdido el respeto, le pregunto ¿que sigue para nosotros?, jamones en un sándwich de pequeñas y grandes potencias; el mar también me mira y me renueva la promesa que me hacía de niña: ‘Mañanita’.