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La guerra de nunca acabar

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Por cosas de la vida se había hecho a una radio que lo comunicaba con el mundo desde su silla gris con resortes y ruedas, agrupaba números y letras que nombraban emisoras de otros igual que él, atrapados en pequeñas y grandes islas alrededor del mundo soñaban con un cosmos comunicado.


Esa noche mientras dormía, en el segundo tercio del siglo que crecía con él, estallaba la última de las guerras románticas, una guerra con héroes y villanos claramente separados por una cruz esvástica y a la mañana siguiente, cuando la secuencia de los puntos, las líneas y los silencios de la clave Morse, describían una hostilidad europea que amenazaba con hacerse mundial, salió a su balcón para comunicarle al pueblecito lo que sucedía a un océano de distancia.

Tranquila como era esta aldea, solo lo escuchó este hombre que traía a cuestas el producto de su trabajo en el mar; contagiado como el radioaficionado de la novedad y la emoción, se hizo pronto una costumbre del pescador y el comunicador encontrarse cada mañana a las afueras de la casa para ponerse al día sobre los sucesos históricos que eran narrados elocuente y detalladamente, exagerados y casi mitificados.


Y pasaron los años y a la guerra se le adicionaron países, y a la novela se sumaron señoras de la cuadra, personas del mercado, y hasta llegó a aparecer el alcalde, al que el secretario traía una silla con cojín para que se sentara mientras escuchaba la narración. Una semana apareció el pastor con su esposa y sus cuatro hijos, que tenían que ser bañados temprano en la mañana porque el encuentro se hacía siempre a las 9, y luego llegó el párroco, que venía con dos monjas y el sacristán que bendecían el cuento con una oración en latín y un sahumerio de incienso.

Entrados en el menester, fueron invitados los integrantes del coro de las principales iglesias, los comerciantes, y la reina de belleza. Llevaron a los niños de la escuela, que cantaban el himno nacional antes de cada alocución. El pescador por su parte cedió espacios hasta que terminó con la pequeña multitud detrás de las autoridades y el encuentro pasó de ser corto e informal a pomposo y solemne, demostrando cuan aburrido había sido este pueblo.


Como era de esperarse el poblado dividió sus afectos, y no faltaron los que se agruparon en torno a los “malos” y lo hacían convencidos: enamorados de una ideología que no entendían, defendían a un montón de hombres que seguramente los hubieran ahogado en cámaras con vapores y prejuicios. Y con esas ideas en mente, vecinos se volvieron contra vecinos, unos se hicieron nazis, unos se hicieron aliados, así fue, sin mucha motivación, como cuando un cucuteño se hace del Barcelona, como cuando un pastuso se hace del River Plate, por la única y verdadera razón que mueve al mundo: ¡porque sí!


Con cada año la historia tomaba más y más detalles, se hacía una tarea titánica para el radio locutor, que perdía sus noches preparando el material del día siguiente, hablaba con ingleses y con americanos, luego nutría sus libretos con anécdotas dotadas de una imaginación fulgurante.

Los hacía llorar, los dejaba en vilo, luego les mostraba el mapa de Europa, juntos aprendieron sobre los Alpes, sobre Polonia y sobre la joven muchachita, a la que llamaban Elizabeth II, que se hacía valiente frente a la invasión de su país, que hasta ese día había sido siempre el colonizador.

Hablaba del miedo de los soldados cuando dormían en las trincheras, de valientes pilotos atravesando el cielo para defender la Eiffel, de espías americanos con sofisticados aparatos para comunicarse sin cables, en fin: detalles ínfimos que no tenía porque conocer. Probablemente si la guerra hubiera sido como él contó, los héroes hubieran sido más que los muertos.


Pero un día, pasó. Luego que los nipones atacaron, luego que los gringos respondieron con el poder del hidrógeno, después de cuentos y más cuentos, un día se acabó, y un presidente inválido, un dictador ruso y un lord inglés le ganaron al alemán de bigotico, al calvo italiano y a un emperador de ojos rasgados. Pero ¿y cómo se lo diría al pueblo?, volvería todo a la monotonía plana y sosegada del pueblecito.


Esa mañana se levantó con más angustias que buenas noticias, se enfrentó a la masa y a sus ojitos expectantes… Ese día la maestra había preparado a una niña para recitar un poema sobre la guerra, la noche anterior, la niña había sido sometida a una prolongada tortura para hacer de su pelo rebelde un entrenzado hermoso, memorizó cada línea del idioma que hablaban sus maestros pero no sus padres, y se paró frente a él con el vestido traído de Panamá para su hermana…

Ese día no acabaría la guerra, no en esta isla del Caribe. Pasó así un par de meses, y cada día encontró un motivo nuevo para prolongar sus historias, pero luego el aplauso del público, la atención de la gente fue suficiente estímulo para continuar día a día.

Inventó batallas y héroes de nombres pegajosos, hablaba de sus amores y de sus razones para luchar por la libertad. Por eso para estos habitantes de una isla en un mar lejano al Mediterráneo, tan insignificante para el conflicto como se podía, la guerra duró un lustro más.

Última actualización ( Sábado, 15 de Enero de 2011 13:10 )  

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