Es una emoción dulce y amarga el viernes en la noche a la víspera del carnaval. El país está vuelto nada, pero el Mundo mira hacia Brasil, y la gente baila. Los primeros días no se nota la crisis, tratar de clasificar los detalles de esa mezcla misteriosa de los fenotipos brasileños se lleva toda la atención.
Luego, después de más días sobrevienen las preguntas de si son los cariocas los maestros del engaño, si el carnaval los distraerá lo suficiente, si los disfraces no dejarán ver el miedo que hay de repetir la dictadura, o de seguir postergando la grandeza de un país privilegiado.
Se ven tan hermosos los cariocas, sus sonrisas son amplias, y hasta la mujer de figura oscura delgadísima que se acerca para recoger latas de la basura baila animada el ritmo de la orquesta de forró, en uno de los barrios más caros del oeste de Río. La música es la fachada alegre que disimula el drama de los brasileños. Los servidores públicos apenas esta semana están recibiendo el salario de diciembre, las noticias están llenas de juicios políticos y de escándalos de corrupción. El país está dividido, los que aman a Lula y aceptaron a Dilma, y los que los detestan. Los amigos pelean, las familias se dividen.
La playa está a reventar, llena de turistas, de gente de los barrios marginales. La que vende bizcochos de harina pasa anunciando que se acaban, que solo le quedan cuatro, que uno a un real y cuatro a tres. Grita tan duro, su voz es tan potente que podrían escucharla en Ilha Grande. Ella sonríe, bromea, me felicita porque soy la única que lee en la playa, parabens, dice, mientras termino el siguiente capítulo de una novela sobre los jamaiquinos en Puerto Limón a inicios del siglo XX. De primerazo todo parece sonreír, pero luego viene la burla.
En la samba del carnaval de calle –ese que les queda a los que no pagarán mil 200 reales para entrar al Sambódromo–, en los vasos de Catuaba, en la cerveza y en la hierba, vienen a morir también los dramas del mundo. No son los problemas de Brasil, son los problemas de un sistema podrido. Este año se repartieron 77 millones de condones para evitar los frutos de un acceso carnal, y las enfermedades. #UseCamisinha fue el tema recurrente de la publicidad, aunque nada sería más efectivo para dejar de ver esas familias de siete niños que limitar el asistencialismo descarado.
Este año la escuela que abrió el desfile preparó una representación de los efectos de la corrupción estructural, que está en el país, en la ciudad, en el barrio, en los corazones. No obtuvo el primer puesto, ganó la Escolha Portela. En treinta municipalidades cancelaron la fiesta, en ciudades grandes como Bahía y Curitiba, porque se necesitaba el dinero para abastecer los hospitales desprovistos. La inflación el año pasado fue de algo más del 7%, y el precio del combustible es un absurdo.
Servidores públicos y estudiantes vendieron caipirinha helada en los blocos más grandes en los barrios, la fiesta que les quedó a los brasileños luego de que se privatizó el carnaval que se hizo grande con la cultura popular de los más pobres. Se celebraron 100 años desde que surgió el género de la samba, los ritmos de enredo y de raíz, y hace ese tiempo un carnaval que era de la nobleza y la burguesía se volvió masivo. Ahora un bloco pequeño reúne a más de veinte mil personas, y hay más de cien simultáneamente, desde el viernes hasta el miércoles, y de nuevo el sábado y el domingo. Es el caos del limbo en la Cidade Maravilhosa, la fiesta de la carne, la folia, los condones usados en el piso.
Es el primer carnaval que Petrobras no patrocina. No hay billete. El erario público ha sido desangrado a punta de propinas, tal vez por los elefantes blancos del mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, por todo el dinero que se llevaron con esas obras, y con la remodelación número mil del Maracaná. El alcalde de la ciudad es un pastor cristiano, y no quiso atender la ceremonia de entrega de las llaves de la ciudad al Rey Momo, también por primera vez. Dicen los cristianos que los dos accidentes de las carrozas en el Sambódromo fueron el castigo de su dios. Una persona perdió la pierna, y muchas más resultaron gravemente heridas, en vivo y en directo.
En medio del bloco marean las borracheras de jóvenes y viejos, y confunden las miradas de los niños. Las máscaras de Trump están por todas partes. La canción del carnaval este año narra una historia obscena, en la que un hombre dice que su miembro ama tanto a una mujer que ya ni siquiera tiene ganas de fumar María. Esa canción se puede cantar, pero las feministas se manifestaron contra la letra de una canción tradicional que habla del deseo por una mujer afro. Carajo. Hay un punto en el que uno siente ver una visión apocalíptica, pero entonces uno bebe Catuaba, y se entrega, y baila, porque no siempre es carnaval, y no siempre hay locura para disfrutar tanto del camino al infierno.